Sábado 20 de febrero 2021
“Hoy nosotros miramos a Comboni – escribe P. Antonio Furioli, misionero comboniano – para darnos cuenta de las intuiciones, ideales, ansias apostólicas y sueños misioneros. ¿Cual fue el motivo, la profunda y verdadera razón que hizo del hombre Comboni el Padre de los Africanos? Y en un tiempo en el que muchos dudaban de que los Negros tuviesen alma, Comboni hubiese querido que la Iglesia hubiese dedicado todas las fuerzas de que disponía en el siglo XIX, llamado el siglo del ‘renacimiento misionero’, a abrir en África institutos profesionales, escuelas, universidades, seminarios,… donde los africanos no fueran objeto y espectadores pasivos de una regeneración conculcada por antiguas y opulentas iglesias de Europa, sino sujetos responsables, verdaderos protagonistas de su historia de salvación. Se trataba de habilitar a África para trabajar por adquirir ella misma la ciencia, la técnica, el Evangelio, los instrumentos de autosuficiencia y autogobierno: la conciencia de su propia dignidad.”
UN BINOMIO INDISOLUBLE:
COMBONI Y ÁFRICA
P. Antonio Furioli, MCCJ
Daniel Comboni, debilitado por las fatigas y las fiebres recurrentes maláricas, el año 1879 se vio obligado a volver a toda prisa a Italia para restablecerse. Quería sin embargo volver a África apenas le fuera posible, porque para él hubiese sido un deshonor morir lejos de su patria de adopción y del pueblo al que pertenecía (“me erubescebam in Europa mori”, así escribía al P. Arnold Janseen, fundador de los Verbitas).
Hizo testamento, seguro de que le esperaba la muerte, ya próxima, y se fue a Sudán, de donde nunca más volvería. Moría en Khartum hace 136 años el 10 de Octubre de 1881 a las 10 de la noche, con apenas 50 años y 7 meses.
En 1831, precisamente el año en el que Comboni nacía en Limone San Giovanni (Brescia), el gran filósofo del idealismo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), en su curso sobre “Filosofía de la historia” (1818) sostenía que África era un continente sin historia. Esta era la expresión más evidente de la más absoluta falta de conocimiento, además de cualquier otra consideración, que se tenía entonces de África, un continente que a pesar de ser el más cercano geográficamente a Europa, siguió siendo, hasta la segunda mitad del siglo XIX, el más lejano. Los Europeos y los Árabes llegaban hasta sus costas solo para comerciar con los esclavos y el marfíl. No se conocía la «fabulosa África », pero existía ya la imagen estereotipada del africano, representación universal de las relaciones blancos-negros. El africano era el “bon sauvage” de Jean Jacques Rousseau (1712-1778), el esclavo fiel y dócil que nutre afecto y reconocimiento hacia su patrón tal y como lo describe la escritora estadounidense Harriet Beecher Stowe (1881-1896) en su célebre romance “La cabaña del tio Tom”[1](1852). Otros describen al africano como un eterno niñato que se mueve empujado únicamente por impulsos instintivos, el limpiabotas, el artista, el bailarin, el jazzista, abandonado irracionalmente a sus facultades emocionales. De todas las maneras siempre se le consideró como a un ser inferior al servicio de los blancos, y su patria, África, la tierra de nadie, hasta que no se llegaba a la guarnición militar de alguna potencia europea y se declaraba quien era el patrón legítimo (“Scramble for Africa”[2]).
Cuando llegó a África en 1858, como miembro de la expedición misionera mazziana, es decir del instituto de Verona donde había madurado su vocación misionera, en las cartas que escribía a su padre Luis, Comboni firmaba como “el siervo de los negros”. Jesucristo definiendo su misión afirmaba: “Yo no he venido a ser servido, sino a servir: yo estoy en medio de vosotros como el que sirve.” (Mc. 10,45; cf. Mt. 20,28; Lc. 22, 27).
Y en 1873 Comboni declaraba: “El primer amor de mi juventud fue para la infeliz Nigrizia, y dejando lo que me era más querido del mundo, me vine hace ahora dieciseis años a estos parajes […]. A continuación la obediencia me llamó a mi patria, dada la precaria salud. Partí por obediencia, pero dejé mi corazón entre vosotros […]. Vuelvo entre vosotros para nunca más dejar de ser vuestro […]. El día y la noche. El sol y la lluvia, me encontrarán igualmente y siempre listo para socorrer vuestras necesidades: el rico y el pobre, el sano y el enfermo, el joven y el anciano, el amo y el siervo, siempre tendrán igual acceso a mi corazón. Vuestro bien será el mio, vuestras penas serán las mías. Hago causa común con cada uno de vosotros, y el día más feliz de mi vida será aquel en que podré dar mi vida por vosotros.”
La última carta de Comboni, escrita 6 días antes de morir, lleva la medida y el sello de esta difícil fidelidad: “Soy feliz en la Cruz que llevada voluntariamente por amor de Dios genera el triunfo y la vida eterna.”
En un interpretación muy personal y original de la pasión de Cristo, el gran poeta haitiano de orígenes africanos Felix Morisseau Leroy (1912-1998) escribe:
“Jesús tenía que morir,/ su debilidad era extrema,/ y aún tenía que subir al Monte Calvario/ con dos maderos en la espalda./ Cayó, se levantó./ En aquel momento pasó por allí un negro,/ Simón de Cirene,/ un negro fuerte […]./ Pasó por allí / y miró la escena en la forma que solo los negros saben:/ […] le dijeron: toma la cruz y llévala […]./ Simón tomó la cruz de las espaldas del blanco Jesús […]/ corrió con ella […] y bailó hasta que no pudo más,/ antes de devolverla al blanco Jesús […]./ Y desde ese día cada vez que una cruz/ es demasiado pesada para llevarla,/ cuando una carga es demasiado pesada para los blancos,/ llaman a un negro para que la lleve./ Y entonces cantamos y bailamos,/ aporreamos el tambor y sonamos el arpa./Tenemos anchas y fuertes espaldas,/llevamos la cruz […]./ Nos cargamos con crímenes, con pecados, /y ayudamos a todos los blancos a llevar sus crímenes y pecados.”
Pero ahora es un blanco, Comboni, quien lleva la cruz de los Negros, y sin devolvérsela, es más hasta morir en ella. “Mirarán al que atravesaron.” (Jn. 19,37). Hoy nosotros miramos a Comboni para darnos cuenta de las intuiciones, ideales, ansias apostólicas y sueños misioneros.
¿Cual fue el motivo, la profunda y verdadera razón que hizo del hombre Comboni, impetuoso y autoritario, ductil y dinámico, el siervo de los esclavos negros, el Mutran es Sudan, el Abuna bitana, el Padre de los Africanos? Él mismo nos lo revela en la introducción al más importante de sus escritos: ‘El Plan para la regeneración de África’, que le vino a su mente como un relámpago y cuyos puntos vinieron de lo alto como una inspiración, mientras rezaba sobre la tumba de S. Pedro en el Vaticano el 18 de septiembre de 1864. En términos autobiográficos, Comboni escribe:”El católico, avezado a juzgar las cosas con la iluminación que le viene de lo alto, miró a África no a través del prisma miserable de los intereses humanos, sino a la luz de la fe sola, y descubrió allí una miriada de hermanos pertenecientes a su misma familia.”
La fe es la que opera el milagro de la transformación y África, contemplada a la luz que emana de lo alto, deja de ser la patria de los condenados de la tierra, de los condenados a muerte, como los definió el poeta africano de la martinica francesa Franz Fanon (1925-1961), para ser la amada Nigrizia, el primer y único amor de su vida, “a cuyo encuentro anhelaba con mayor ardor que con el que dos amantes suspiran por el día de su boda.” La que se apoderó de su corazón, esposa siempre amada, siempre buscada, aunque esposa austera en su dote será la que le acarreó calenturas, fiebres, itinerarios escabrosos, enfermedades y muerte. Comboni la ama para que ella viva, para que África pueda ser regenerada para Cristo Jesús.
La fe le proporcionó a Comboni un corazón y unos ojos nuevos, y de esa forma descubrió en África una miriada de hermanos y hermanas, y todos ellos reproducen la misma imagen del único hermano Jesús: son él mismo. Pablo VI (1897-1978), encontrándose en Bogotá (23 de agosto de 1968) ante una masa de pobres campesinos sorprendió a todos, cuando lleno de emoción exclamó: “Vosotros sois para mí Cristo.” Los Africanos eran para Comboni el mismo Cristo y hasta aquí no hay nada nuevo, pues él mismo afirmó: “Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, estaba desnudo, en la cárcel (y Comboni completa el texto de Mateo con: ‘fui un pobre exclavo negro y me regenerasteis’) … cualquier cosa que hicisteis a uno de estos pequeños, me la hicisteis a mí.” (Mt. 25,35-40). Comboni siente che no puede separar nunca más su mirada, su amor a Cristo crucificado, de la mirada y del amor a los africanos.
Cristo ha querido identificarse con los más pobres y abandonados, con quienes viven en los meandros de la historia, con los últimos, los dannificados de la tierra, con los descartados de la humanidad y Comboni supo reconocer a Cristo, servirlo y amarlo en los más pobres y necesitados de aquella ‘hora fatídica’ en los Africanos, los últimos de la tierra porque estaban privados de su dignidad humana fundamental; los más necesitados porque les faltaba el bien supremo de la fe. Y por tanto, como escribe en el ‘Plan’, se sintió empujado por aquel amor encendido a los pies del Calvario, a ir a aquellas tierras, entre aquella gente, para abrazarla entre sus brazos.
Hablando de Comboni, otro gran protagonista de la evangelización de África, el Card. Guillermo Massaja (1809-1889), dijo de él: “Yo llevo en el corazón el peso de los Galla[3], Comboni lleva en el suyo el peso de toda África.”
En el Evangelio de Mateo encontramos esta parábola: “El reino de los cielos se parece a una perla de gran valor; cuando uno la encuentra, va y con alegría vende todo lo que tiene, después vuelve y compra aquella perla.” (13, 44-45) Comboni tenía 18 años cuando descubrió que su tesoro, su perla preciosa, se encontraba escondida en aquel campo, que no era otro que el desconfinado corazón de África. Y desde entonces, con un juramento de fidelidad pronunciado a los pies de Don Nicola Mazza (1790-1865), su formador y mentor, toda su vida sería un continuo desgastarse por amor a África.
Cuando después de varios intentos señalados con 46 lápidas de misioneros muertos a lo largo del Nilo o de los senderos de las carabanas que llevaban a Khartum, el Vicariato de África central fue abandonado, reduciendose a una existencia nominal, Comboni no cede, no se da por vencido y presenta a Roma su Plan. Comboni empieza entonces una serie de viajes por las capitales europeas en busca de medios y de misioneros que se unan a él para volver a África. Seis años más tarde, después de haber constatado que se había hecho muy poco, Comboni va al Concilio ecuménico Vaticano I[4] a presentar la causa de los africanos y prepara el Postulatum pro Nigris Africae centralis. Este es un documento en el que pedía que en el Concilio, en esta solemne reunión de la Iglesia universal, se tratase de una vez por todas el problema de la evangelización de África. Pero para que semejante moción pudiese ser aceptada hacían falta las firmas de adhesión de los Padres conciliares. Comboni otra vez se hace mendigo por África. No encontró mucho interés, pero fue la voz de África y trató de exhortar a los Padres a hacerse cargo del grave problema: “Aqui están representados todos los pueblos, los Chinos, los Indios, los Japoneses, los Australianos, los habitantes de las Islas de todos los océanos, […]; falta uno: la Nigrizia, y sin embargo Cristo murió y resucitó por todos los pueblos. Precisamente por eso, Excelentisimos Padres, ante Vosotros está la infelicisima Nigrizia, sin guia, sin luz, sin fe. Por favor, Padres, por el Corazón traspasado de Jesucristo, tomaos en serio esta obra. […] Os suplico hagais resonar vuestra voz en el Concilio Vaticano.” Pero en 1870 tuvo lugar en Roma la Breccia de puerta Pia[5] y el Concilio fue suspendido.
Y Comboni se encuentra solo otra vez, pero no desiste: desilusiones, incomprensiones, fracasos, muertes precoces de compañeros de misión, lo han ido forjando como apostol libre de desear la gloria y bien adentrado en el misterio de la cruz. Y de esa forma Comboni empieza de nuevo: después del Concilio Vaticano I se dedica a organizar en Italia fuerzas misioneras propias. El futuro de la misión en África central lo debe construir él con su gente y por eso funda en Verona dos Institutos misioneros, uno masculino en 1867 y otro femenino en 1872, ambos para la evangelización de África.
Se vuelve a Khartum y organiza algunas misiones: El-Obeid, Malbes, Delen, Berber, etc… En 1877, Roma reconocerá el inmenso trabajo realizado y lo nombrará Obispo y Vicario apostólico de África central. Comboni es aún joven y vigoroso – 46 años– pero solo le quedan unos pocos años y encima llenos de sufrimientos morales, traiciones, calumnias ignobles y humillantes que lo mancharon hasta el punto de convencerse de que el haberse casado con la causa de África significó haber elegido la cruz y escribe: “Desde hace muchos años elegí la cruz como esposa eterna e indivisible.” Y más tarde añadirá:” Me siento un hombre crucificado.” “ Estoy solo.” Y como Jesús en la cruz se abandona al Padre: “Hemos trabajado para Dios, a él le dejamos que cuide de todo.” Y esto se convierte en el balance de su vida llevada adelante bajo las fuertes exigencias de su oración-jaculatoria[6]: “O Nigrizia o muerte”, expresión de su fe ardiente. Fe en Dios, y fe también en el africano, non tanto por lo que era, sino por lo que hubiese podido llegar a ser renovado por la gracia y la docilidad a Dios, cuya gloria es el hombre vivo.
Y en un tiempo en el que muchos dudaban de que los Negros tuviesen alma, Comboni hubiese querido que la Iglesia hubiese dedicado todas las fuerzas de que disponía en el siglo XIX, llamado el siglo del ‘renacimiento misionero’, a abrir en África institutos profesionales, escuelas, universidades, seminarios,… donde los africanos no fueran objeto y espectadores pasivos de una regeneración conculcada por antiguas y opulentas iglesias de Europa, sino sujetos responsables, verdaderos protagonistas de su historia de salvación. Se trataba de habilitar a África para trabajar por adquirir ella misma la ciencia, la técnica, el Evangelio, los instrumentos de autosuficiencia y autogobierno: la conciencia de su propia dignidad. “Nuestro pensamiento se ha fijado –escribía en el Plan de 1864 – en la regeneración de África con África, ese nos parece sea el único programa a seguir.” Eran palabras nuevas, de un hombre que se había hecho africano entre los africanos y soñaba un África no tanto beneficiada, sino ayudada por todos los cristianos del mundo a realizarse como una gran comunidad unida, dueña de si misma y de su propio futuro. Se necesitaron cien años desde el día en que preparó el Plan, para que África empezase a existir tal y como Comboni la soñó, un conjunto de pueblos libres y cristianos. Será Pablo VI en 1969 durante su viaje apostólico a Uganda, quien en Kampala hizo resonar casi las mismas palabras de Comboni, su compaisano: “Africans be the missionaries of yourselves.”[7]
Comboni fue el profeta de esta África, condenado a vivir 100 años antes de que se realizase su lúcida profecía y por lo mismo con el corazón lleno de la incertidumbre interior de los profetas, que saben por experiencia sufrida que ningún profeta es bien querido en su patria (cf. Mt. 13, 57; Mc. 6, 4; Lc. 4, 24; Jn. 4, 44). Comboni es como Moisés, que vislumbra desde lejos la tierra prometida a su pueblo, al que ha guidado en medio de innumerables pruebas, y que no la alcanza por un inescrutable e incomprensible designio de la voluntad de Dios (cf. Dt. 34, 4).
Es la ley de vida de la realidad frágil y a la vez vital de toda semilla, y Comboni fue una semilla echada en el sediento suelo africano, muerta allí, pero que se perpetúa en la vida: “Yo muero, pero mi obra no morirá” dijo mientras estaba para morir y lo demuestran las numerosas familias misioneras y religiosas, en Europa, África y América Latina, che deben su origen, su ser en la Iglesia y en el mundo, al carisma y a la fe de Daniel Comboni, misterio de gracia eclesial, siervo de los africanos, su Padre, Fundador de misioneros y misioneras por amor a África. Comboni supo vender todo, su misma tumba fue violada por las ordas madistas, sus huesos desperdigados en el árido suelo africano, pero la perla oscura escondida en el quemado terreno africano fue desenterrada una vez por todas para brillar en la diadema que ciñe la cabeza de la Iglesia Esposa de Cristo. Y la vitalidad, el dinamismo, las alegres celebraciones litúrgicas, la creatividad de los cristianos de África, de su numerosa jerarquía, dan testimonio del esplendor de esta humilde y sencilla ‘nigricans margarita’.
Se debe a hombres y a apóstoles como Comboni el que podamos hacer nuestra la invitación que el poeta africano de Costa de Marfíl, Bernard Dadié[8] (1916-….), dedica a la Madre África: “Sécate tus lágrimas, madre África./ Tus hijos vuelven. Vuelven hacia tí./ llenas las manos de dones./ El alma llena de amor./ Vuelven para vestirte de esperanza y de sueños.”
Y la joven África cristiana, hoy, estimula y provoca saludablemente nuestra tambaleante esperanza.
Verona, Casa Madre de los Misioneros Combonianos, 10 de octubre de 2017, día natal del Patris Fundatorisque nostri Danielis Combonii.
[1] Uncle Tom's Cabin or Life Among the Lowly, fue la novela best-seller del siglo XIX y muchos críticos sostienen que puede haber alimentado la causa abolicionista de 1850. Solo en los Estados Unidos, en el año siguiente a su publicación se vendieron más de 300.000 copias. La novela contribuyó a crear una serie de estereotipos sobre los negros, muchos de los cuales aún existen hoy.
[2] La división de África fue el proliferar de las reivindicaciones europeas en los territorios africanos, hecho que se produjo entre el 1880 y el comienzo de la primera guerra mundial, en el llamado período del nuevo imperialismo. En la segunda mitad del siglo XIX tuvo lugar la transición del imperialismo informal, caracterizado por el control mediante la influencia militar y el dominio económico, al del gobierno directo del territorio. En estos años es cuando surgen los estados coloniales propriamente dichos.
[3] El más numeroso e importante grupo étnico del sur de Etiopía donde trabajó 35 años.
[4] El Concilio ecuménico Vaticano I fue convocado por el Papa Pio IX con la bula Aeterni Patris del 29 de junio de 1868. La primera sesión tuvo lugar en la Basílica de San Pedro el 8 de diciembre de 1869. Participaron casi 800 padres conciliares. Fueron invitados delegados de otras confesiones cristianas. El inicio de la guerra franco-prusiana interrumpió definitivamente el Concilio en julio de 1870.
[5] El ejército piemontés entró en Roma acabando con el Estato de la Iglesia. El 20 de septiembre de 1870, el 35° batallón de caballería, el 39° y el 40° regimiento de infanteria guiados por el general R. Cadornail ocuparon Roma. Pio IX ordenó al general H. Kanzler, jefe de las tropas pontificias, limitar la defensa al tiempo necesario para afirmar la protesta de la Santa Sede y dar los pasos necesarios para rendirse.
[6] ‘Verbum abbreviatum’.
[7] “You’ve received a lot of missionaries,” he said. “Now you must become missionaries yourselves.”
[8] « Je vous remercie mon Dieu de m’avoir créé Noir.
Le blanc est une couleur de circonstance.
Le noir, la couleur de tous les jours.
Et je porte le Monde depuis l’aube des temps.
Et mon rire sur le Monde, dans la nuit, crée le Jour »