Sábado, 18 de abril 2020
Desde lo más profundo de mí, os deseo que esta Semana, tan diferente, pero plena de oportunidades, os haya ayudado a transformar con esperanza esta realidad que estamos viviendo.
“¡Feliz esperanza de Resurrección!”. David Aguilera López, laico misionero comboniano. [LMC España]

¡Feliz esperanza de Resurrección!

Os preguntaréis por qué os hago esta felicitación una semana más tarde. Tranquilidad, llego a tiempo. En la mayor parte del mundo, el cristianismo se rige por el Calendario Gregoriano, con las fechas que todos conocemos; en Etiopía (junto varios países más) se rigen por el Calendario Juliano, por lo que justo hoy estamos llegando al cénit, al culmen de la Semana Santa: el Domingo de Resurrección. Mientras en el resto de la cristiandad, las mujeres y los hombres se regocijaban con la esperanza que trae la resurrección, en Etiopía seguíamos en recogimiento, pero con la vista puesta en vuestro gozo, y repitiéndonos a nosotros mismos, muy bajito: llegará, confianza que llegará.

Como en el resto del mundo, ha sido una celebración “diferente”: sin presencia del pueblo, a puerta cerrada, pero llevando en nuestra mente y en nuestro corazón a todas y cada una de las personas que debían estar ahí junto a nosotros. Etiopía no se salva de este enemigo invisible que es el virus, así como no se salva del ya conocido también enemigo invisible que es la deshumanización.

Por un lado, quería compartir cómo está viviendo este multicultural país las consecuencias de la pandemia. Por una parte, con mucho desconocimiento, puesto que gran parte de la población no tiene acceso real a la información completa que puede venir del exterior, sino más bien, sesgada y parcial. Esto está provocando mucho miedo en la población, ya que nuestra naturaleza humana nos lleva a elegir lo peor y que más dolor puede ocasionar a la gente cuando parcializamos algo. Por supuesto, la situación en el mundo actualmente no es nada halagüeña; pero, si a eso le sumamos la desinformación sobre cómo se propaga, quién lo propaga, cómo empezó, qué medidas hay que tomar, etc., al final la gente vive con miedo. Miedo a la falta absoluta de test, miedo a la falta de recursos médicos en la mayoría del país (que vive en zonas rurales), miedo al extranjero (ya que nos consideran los portadores naturales del virus, aunque llevemos años en Etiopía, lo que está provocando incluso muchas situaciones de racismo contra los no africanos [curioso como la realidad nos sorprende de maneras que ni imaginábamos, verdad?]), miedo a los hospitales y al personal sanitario, miedo a la información y a la desinformación, miedo a la muerte, miedo a que eso sea el final…

Como el dolor de la Madre que ha presenciado la ejecución de su hijo, como el miedo de los discípulos y discípulas de Jesús en Sábado Santo…

Pero la muerte no es el final, y la ESPERANZA (con mayúsculas) viene a recordárnoslo una vez más, a traer luz donde sólo había oscuridad, a ser el ejemplo de que el AMOR y la VERDAD siempre, siempre, siempre triunfan.

Realmente, no quiero dejar pasar esta ocasión sin reflexionar sobre los tiempos que nos están tocando vivir (reflexión que he ido compartiendo ya con algunas personas, pero que traigo aquí de manera más pública, con toda la humildad).

Una de las cosas que han hecho quebrar mi corazón de todo lo que he ido viendo en la lejanía ha sido el hecho de que los entierros se hagan a puerta cerrada, con sólo dos o tres familiares, mientras el resto deben llorar su muerte en una intimidad espiritual que no sana realmente el dolor. Como muchos sabrán, hace menos de dos años perdí a una de las personas que más quería (y quiero) en este mundo; no puedo ni quiero imaginarme el dolor que sentiría si en vez de despedirlo en ese acto tan cercano tuviera que hacerlo en la lejanía, en la soledad de mi habitación, sin poder verlo por última vez y prometerle no olvidarlo nunca. Este hecho será algo que tendremos que analizar en el futuro, si realmente era necesaria tal restricción (mientras se permitieron otra serie de cosas), y sumar más dolor (y en esa cantidad) al ya existente por la muerte. Pero, mientras tanto, no olvidemos nuestra humanidad, y acompañemos con cariño a todo aquel que se haya encontrado en esa situación. Y, cuando esta pesadilla haya terminado, salgamos a darle la dignidad que se merecen estos hijos e hijas de Dios, y el abrazo que necesitan sus familiares o todo aquel que haya llorado por estas pérdidas.

Sin embargo, este hecho tan doloroso también trae a mi mente tantas madres que ni han podido llorar la muerte de sus hijos e hijas, ni jamás lo podrán hacer. Tantas vidas arrebatadas en los pasos fronterizos, en los viajes migratorios, en los conflictos armados, en los enfrentamientos injustificados (es decir, todos).

No sólo traigo a mi corazón estos deseos de forma general, sino particular. Porque, precisamente donde estoy viviendo ahora mismo, los enfrentamientos étnicos se han llevado por delante muchas vidas humanas; la sinrazón ha arrebatado de los brazos de los padres muchas criaturas.

Ahora que, por desgracia, hemos sido testigos de esta doliente situación, tiremos de empatía y traigamos a nuestros corazones las situaciones que arriba os comentaba; no lo analicemos como un número o una foto, sino como un hermano que hemos perdido, una hermana que ya no volverá. Lloremos estas pérdidas, y, lo que es más importante, pongamos todos los medios que tengamos para evitar que se repita.

Otra de las realidades que quería traer en esta reflexión es el miedo, como antes mencionaba. A diario vemos situaciones que nos superan, que rebasan nuestra posibilidad de controlarlo todo, y que, por tanto, nos revuelve nuestro mundo entero. Hablo del miedo al virus en si mismo, a la falta de vacuna, a la falta de un tratamiento confirmado; el miedo a no poder defenderse completamente de la infección; el miedo a salir a diario y a contagiarse, o a contagiar a los nuestros; el miedo a cualquier síntoma que nos pueda poner sobre aviso; el miedo a que este virus puede ser incontrolable, ya que no conoce de género, edad, raza o condición.

Seamos fuertes, y tengamos confianza; confianza en Dios, en el ser humano, en nuestro trabajo hacia la cura y la detención, en nuestros profesionales y en nuestra solidaridad como hermanos y hermanas. Que el miedo no nos haga perder el norte, puesto que todos los casos de temor que enumeraba antes pueden no darse, y deben no darse, pero el miedo nos puedo provocar más sufrimiento que el propio virus. El final de la tormenta llegará, y de nosotros y nosotras depende el acelerar el proceso; pero también, en humanizar el proceso. Tras la tormenta, os aseguro que vendrá la calma…

Al menos, tras esta tormenta. Porque hay otras tormentas que provocan el mismo miedo, y que, sin embargo, no parecen tener fin. La “tormenta” del conflicto, que no conoce la calma, y no distingue a la hora de arrasar en su proceso aniquilador: niños, ancianos, … todos caen por igual.

Os hablo desde mi humilde y escasa experiencia, en función de lo que voy viviendo este tiempo aquí.

Cuando el odio se apodera del corazón de las personas, la “tormenta” del conflicto azota con gran fuerza. La gente vive con miedo, con pánico: a salir, a moverse, a ser asaltado por las noches, a trabajar, a no trabajar (y morirse de hambre). Algunos se resisten, y quieren huir del lugar. Y, de nuevo, el miedo; el miedo a no encontrar transporte; a que sea demasiado tarde; a caer en el intento.

¿Cómo se puede vivir con el miedo continuo? A todo se aprende en esta vida, aunque nos destroce por dentro. Y esta gente, y mucha gente, parece no tener más opción que vivir con ese miedo. Hay momentos en los que la tormenta amaina un poco, y el sol se deja entrever; pero no es nunca un cielo despejado, y las nubes siempre están sobrevolando encima de nuestras cabezas, preparadas para descargar en cualquier momento.

Ya que hemos podido dar fe de lo que es vivir con miedo, y este virus ha hecho, sobre todo a una parte de la población, llegar al límite y sentir verdadera angustia, os vuelvo a pedir tirar una vez más de empatía, y recordar que hay gente que vive bajo una “tormenta” continua. Recemos por ellos, tengámoslos presentes; pero también, evitemos que eso se pueda repetir, y pongamos los medios que estén a nuestro alcance para buscar entre todos una solución.

No lo digo de manera abstracta y poética; todos sabemos qué podemos hacer para combatir muchos miedos. Seamos constructores de puentes de esperanza, y en el día a día, optemos siempre por dar esos pequeños pasos que nos acercan, no que nos dividen. No necesito concretar, cada uno, mirándose con sinceridad, y con la ayuda de la Luz de EL que todo lo ilumina, sabe discernir cómo puede contribuir.

Celebramos en Etiopía la Resurrección del Señor; al que decimos Señor porque realmente queremos que sea nuestro Camino, nuestra Verdad, nuestra Vida.

Tras la Resurrección, las mujeres que presenciaron este momento no pudieron quedarse calladas, y su corazón ardía como nunca. La Resurrección lo cambió todo. Y así lo supieron transmitir al resto de discípulos, que también fueron testigos, y gozaron de esa renovación.

Tras la “muerte” y “desolación” del virus vendrá la Resurrección (progresiva, pero vendrá). Tenemos dos opciones, hacer como las personas que se dejaron desbordar por la esperanza y optaron por transformar el mundo (Venga a nosotros y nosotras tu Reino), o dejar pasar este acontecimiento como si nada. Me refiero a la Resurrección de nuestro Señor, pero también me refiero a la Resurrección de nuestra sociedad tras este virus…

¿Por qué opción vas a optar? ¿Por fin seremos capaces de tirar de empatía y construir esa sociedad fraterna, no como una utopía, sino como una “lucha” diaria?

“A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron (…) Y se dijeron el uno al otro: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” [Los discípulos de Emaús, del Evangelio de San Lucas 24, 31-33].

¡FELIZ ESPERANZA DE RESURRECCIÓN!

David Aguilera López
Laico misionero comboniano