Roma, sábado 9 de junio 2012
Desde mi más tierna infancia me gustaba vivir al aire libre, sobre todo al romper el día. Había en ello un no sé qué de atrayente y fascinante, independientemente de las condiciones meteorológicas y de las estaciones del año. Más tarde comprendí que, de algún modo, Dios se me hace presente y me habla de un modo muy personal a través de la naturaleza, un modo que trasciende pensamientos y conceptos. La creación sigue siendo para mí la Palabra original de Dios musitada amorosamente. Cuando el salmista se goza porque “Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa” (Sal 84,11), mi pensamiento se eleva automáticamente a la inmensidad del universo. (JPIC - Justicia, paz e integridad de la creación)
Los maravillosos descubrimientos de la moderna astronomía, que nos han permitido conocer de un modo aproximado la edad y la magnitud del universo y maravillas como el ciclo vital de las estrellas, la potencia de los agujeros negros, la materia oscura y las fuerzas misteriosas que hasta hace muy poco, trascendían nuestra imaginación, ofrecen una perspectiva nueva a las palabras de Isaías 45,12 y 18: “Yo hice la tierra y creé al hombre sobre ella, mis propias manos desplegaron el cielo, y doy órdenes a todo su ejército... la fabricó y la afianzó, no la creó vacía sino que la formó habitable... Yo soy el Señor y no hay otro”.
La presencia y el don de sí mismo que Dios hace en la Creación nos vienen presentados todavía con mayor claridad en la Carta a los Colosenses 1,15-17: “Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en Él fueron creadas todas las cosas... todo fue creado por Él y para Él. Él es anterior a todo y todo se mantiene en Él”. El don de la creación y el don del Hijo Unigénito de Dios son inseparables. Dios nos hace el don de su Hijo (Jn 3,16), empezando por la misma creación y todo lo demás viene dado con el don del Primogénito de la creación que se hace también “el primogénito de los que resucitan de entre los muertos” (Col 1,18).
En el curso de mi vida aquel “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10), me ha revelado la intención fundamental y primordial de Dios. Esta declaración de intenciones de Jesús une la Creación con la Encarnación en el don de sí de un Dios que engendra el amor. La creación-en- Cristo es ya el don del Hijo de Dios cuya vida compartimos y es en función de la Encarnación, mediante la cual Cristo puede, de un modo más pleno, tangible y personal hacernos partícipes de su misma vida con el Padre (Jn 5,17-26; 6,37-40 y 17,24-26).
En el seminario comboniano de Cincinnati mis profesores insistían machaconamente que los bienes de la tierra están destinados a sustentar la vida de todos y, por tanto, hay que compartirlos en modo ecuánime. El derecho a la vida es primario y el derecho a la propiedad secundario, subordinado al derecho fundamental de la vida. Así nos enseñaron algunos principios fundamentales de la justicia distributiva. “Dios nuestro Salvador quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (Tm 2,3-4); este concepto no puede ser separado del derecho de todos los pueblos a compartir todo cuanto es necesario para una vida humana digna. Por consiguiente, existe la obligación de conservar y compartir los bienes de la tierra. “Dadle vosotros de comer” (Lc 9,13). “Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno” (He 2,44-45).
Fui ordenado sacerdote muchos años antes de comprender que los Estados Unidos reivindicaban para sí una cuota desproporcionada de los recursos de la tierra y que su consumo excesivo iba en detrimento de las necesidades primarias de otros pueblos.
Todavía necesité más tiempo para comprender que el consumo excesivo estaba amenazando la existencia misma del ecosistema que sostiene toda la vida sobre la tierra, envenenando el ambiente de diversos modos y propiciando el cambio climático global. “Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: Él la fundó sobre los mares, Él la afianzó sobre los ríos” (Sal 24,1-2). Incurriendo en nuestro propio riesgo y peligro, nos comportamos como si fuésemos los señores de la tierra. Nuestra ambición de una cantidad siempre mayor de energía proveniente de combustibles fósiles modifica las corrientes marinas, la dirección de los vientos, las condiciones climáticas y desencadena las tempestades más violentas y destructivas. “Guardaos de toda clase e codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes” (Lc 12,15).
Mi primer destino misionero fue la provincia de Sudáfrica. Conocía la cruel realidad del apartheid ya antes de ir y sabía que algunos usaban una ideología “religiosa” para justificar la opresión. Estos interpretaban la victoria de los afrikáner en la batalla de Blood River como el sello de una alianza entre Dios y los vencedores calvinistas; se sentían el pueblo elegido de Dios mientras que los otros eran los “kafres” o paganos. En la interpretación teológica de la extrema derecha, que no era ciertamente la posición tomada por todos los afrikaners, esta alianza confería al “pueblo elegido” el derecho de expropiar a los pueblos paganos. “Así conoceréis que el Dios vivo está en medio de vosotros y que va expulsar ante vosotros a cananeos, hititas, heveos, perizitas, guirgaseos, amorreos y jebuseos” (Jos 3,10). Nos sonreíamos como si estuviésemos por encima de estas cosas: basta recordar que, con el apoyo de Alejandro VI, España y Portugal se dividieron entre sí lo que hoy es la América Latina ( Tratado de Tordesillas 1494) y los Estados Unidos, con la ideología del “Manifest Destiny” (destino manifiesto), justificaban la conquista y la explotación.
También aprendí que, muchos años antes que el Partido Nacionalista Afrikáner conquistase el poder en 1948 los ingleses, para explotar económicamente a los africanos, habían puesto en funcionamiento todas las estructuras esenciales del apartheid, comprendidas aquellas que pronto fueron conocidas como “territorios nacionales” (homelands). “¡Ay de los que añaden casa a casa, y juntan campos con campos hasta no dejar sitio y poder habitar solo ellos el país!” (Is 5,8). “Han vendido al inocente por dinero y al necesitado por un par de sandalias; pisoteando en el polvo de la tierra la cabeza de los pobres, tuercen el proceso de los débiles” (Am 2,6-7).
Durante muchos años las Iglesias estuvieron divididas, la mayor parte de las Iglesias calvinistas reformadas defendían las políticas del apartheid o lo consentían tácitamente. Pero también la Iglesia católica estaba interiormente dividida. El Arzobispo Denis Hurley de Durban y un grupo más bien reducido de obispos y sacerdotes eran frontalmente contrarios al apartheid, mientras que la mayor parte de obispos y sacerdotes preferían no hablar explícitamente por temor a ser expulsados del país o ser declarados “personas interdictas”. Una gran parte del laicado católico quería que los obispos “se mantuviesen al margen de la política”.
Después de la revuelta de la juventud negra del año 1976 y la correspondiente represión violenta por parte del gobierno, las Iglesias cristianas tuvieron la valentía de hablar. Las religiosas, en un gesto simbólico, abrieron sus escuelas urbanas a los “no-blancos”, forzando a los obispos a apoyar estos gestos suyos. Los autores del documento Kairos, de 1985, reconocían que un número cada vez mayor de personas tenían el valor de hablar: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Y afirmaban que “El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos” (Sal 103,6), invitaban implícitamente a los cristianos a seguir las huellas de Cristo: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista ; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19, cfr. Mt 25,31-46). Jesús era el que lloró por Jerusalén porque no supo aprovechar su oportunidad (Lc 13,34-35 y Mt 23, 34-39).
En el año 1982 había regresado a los Estados Unidos en unas circunstancias en las que la administración Reagan apoyaba operaciones secretas de la CIA y atrocidades terribles cometidas por los “contras” en Nicaragua. Cuando traté de averiguar y saber más de la larga historia de las intervenciones militares y de los secretos de los Estados Unidos en los países de América Latina, salió a la luz que el gobierno americano protegía habitualmente la explotación despiadada – mediante sociedades con sede en los Estados Unidos y de multinacionales – de los recursos mineros, de tierras agrícolas y vías de comunicación, como el Canal de Panamá. Incluso había sitios parecidos a los “territorios nacionales” (homelands), aparentemente autónomos, del sistema del apartheid, en los que el pobre de América Latina constituía una fuerza laboral que podía ser explotada cuando había necesidad y descartada cuando ya no era necesaria.
Fue un descubrimiento inquietante en el sentido de que los Estados Unidos hacían uso de su formidable poderío militar, industrial, económico y político, no para liberar o ayudar – como afirmaban – a las poblaciones de los países limítrofes, sino para explotarlas descaradamente. La “guerra fría” era utilizada como una excusa para mantener dictadores crueles y todo aquel que tratase de hacer justicia en favor de su pueblo era automáticamente tachado de “comunista”. Peor todavía, la mayor parte de los medios de comunicación no eran imparciales sobre este comportamiento y desfachatez y daba la impresión que la mayor parte de la gente parecía querer ignorar. “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,32) – pero antes tendréis que sufrir! Cuando traté de hablar de lo que había descubierto y cuando me opuse a la primera guerra del Golfo Pérsico, me convertí en un extraño para muchos de mis connacionales. Aunque ordinariamente fuese tímido y reacio a hablar en público, mi experiencia de denunciar el mal se pareció un poco a la de Jeremías: “He sido a diario el hazmerreír, todo el mundo se burlaba de mí. Cuando hablo tengo que gritar, proclamar violencia y destrucción. La palabra del Señor me ha servido de oprobio y desprecio a diario. Pensé en olvidarme del asunto y dije: “no lo recordaré; no volveré a hablar en su nombre “; pero había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo y no podía” (Jer 20,7-9).
Durante mi primer mandato como Superior Provincial, en la NAP se creó la oficina de Justicia y Paz, cuyo primer director fue el P. Anton Maier y pocos años más tarde, Cindy Browne fue la responsable del Centro de Servicios de Justicia y Paz de Cincinnati. Los miembros de la NAP se habían comprometido ya anteriormente en los temas de JPIC, especialmente con el uso de nuestros medios de comunicación, pero el Centro nos consintió interactuar de una manera oficial y más profunda con las demás organizaciones de JPIC con una base creyente. “Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos”! (Sal 133,1). Da el sentido de una finalidad común y valores compartidos. Me fui encontrando con personas a las que empecé a admirar.
En al año 2000 regresé a Sudáfrica con un cierto optimismo, en el período post-apartheid y cuando el ANC (partido de Mandela) estaba en el poder. También el ANC había dado muchos pasos positivos para ampliar la distribución de agua potable y la electricidad, había construido casas según el Programa de Reconstrucción y Desarrollo (RDP) e introducido una legislación positiva en gran parte, pero pronto resultó evidente que no todo era perfecto. Medidas dirigidas a realizar una amplia distribución de la riqueza, como el Black Economic Empowerment (Capacitación Económica Negra), sirvieron solo para enriquecer a los pocos que tenían conocimientos importantes. La tasa de desempleo rondaba el 40 por ciento, la brecha entre ricos y pobres se ensanchó dramáticamente y los más pobres estaban en peor situación que antes. La corrupción se generalizó, la criminalidad y la rápida difusión del sida acrecentaban la miseria. Llegaban prófugos de todas partes de África para encontrarse con una xenofobia in crescendo. “Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, da vueltas por lugares áridos, buscando un sitio para descansar, y al no encontrarlo, dice: ‘volveré a mi casa de donde salí”. Al volver se la encuentra barrida y arreglada. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él, y se mete a vivir allí. Y el final de aquel hombre resulta peor que el principio” (Lc 11,24-26).
La situación parecía mucho más compleja con respecto al pasado, cuando existía el apartheid. La mayoría de los líderes de las varias Iglesias eran más reluctantes a desafiar un gobierno guiado por un partido político africano que contaba con una amplia mayoría. Las Iglesias, a menudo, cedieron a la tentación de limitarse a aliviar los síntomas más bien que a enfrentarse a las causas de fondo. “Porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire” (Ef 6,12). Fue un tiempo para pedir la Sabiduría del Espíritu.
Ahora he regresado a la NAP y soy el representante de “VIVAT International” ante la ONU y con AFJN de Washington. Washington es un desastre político. Se está dando un nuevo espíritu de malignidad y un tentativo de minar las redes de seguridad social en nombre de la responsabilidad fiscal. También las Naciones Unidas son un lugar altamente politizado, mientras muchos países aparecen permeables a la doctrina social de la Iglesia cuando se la presenta en el marco de un lenguaje laico, en términos de derechos humanos, leyes humanitarias y equitativas. Muchos institutos religiosos católicos y otras muchas organizaciones basadas en la fe, colaboran en el esfuerzo de influenciar de un modo positivo las numerosas deliberaciones unidas al Consejo Económico y Social. Es una comunidad que intencionalmente comparte la misma fe, esperanza y amor. Aunque si todo marcha muy despacio- y no faltan las dificultades – la ONU es un lugar de esperanza para quienes creen que el Espíritu de Dios está obrando en las personas y en la historia. La luz del Espíritu Santo a veces es débil y no siempre brilla como un rayo de sol, pero está visiblemente presente.
“Juzgará entre las naciones, será árbitro de pueblos numerosos. Delas espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra. Casa de Jacob, venid; caminemos a la luz del Señor” (Is 2,4-5).
Ahora estamos en un tiempo nuevo del Kairos. Por vez primera en la historia, tenemos una capacidad real de superar los niveles más desesperados de pobreza que privan a la gente de dignidad humana. Pero, al mismo tiempo, si no hacemos un esfuerzo conjunto para frenar los comportamientos que contribuyen al calentamiento global, podremos potencialmente provocar la destrucción de toda vida humana sobre la tierra.
Comboni nos presenta un camino de fe comprometida: “Nada más útil que adquirir los hábitos de calma, de orden, de sereno y digno proceder, que deja al Espíritu la libertad para obrar sin confusión y precipitación el bien, y remueve los peligros de una tensión y un esfuerzo que oprime el espíritu y el cuerpo” (Reglas de 1871, capitulo XII).
“Pedid y recibiréis...” (Mt 7,7ss).
P. John Converset, mccj