Feliz día de san Daniel Comboni.
P. Enrique Sánchez González
Superior General
San Daniel Comboni
Santidad bajo el signo de la cruz
“Ya más de una vez he explicado en mis relaciones para los Anales de la benemérita Sociedad de Colonia que las obras de Dios nacen siempre al pie del Calvario y que llevan impresa la marca de la Cruz” (E 5585).
Santidad, apasionamiento por la misión, experiencia de Dios, fe, audacia, capacidad de perseverancia, incluso en situaciones de gran sufrimiento y sacrificio, y sobre todo cruces, forman un conjunto en la vida de san Daniel Comboni.
Cuando nos acercamos a la persona y a la experiencia misionera de san Daniel Comboni resulta palmaria una correlación muy estrecha entre santidad y cruz, entre la convicción de la presencia de Dios en la vida y en la tarea del misionero y el calvario como camino que lleva a la cruz.
Esta santidad misionera se nos presenta como una senda que se ensancha día a día para crear un espacio donde las cruces puedan trocarse en lugares fértiles en presencia de Dios, en espacios donde se manifiesta la única santidad que pertenece a Dios, la santidad que nos hace penetrar en el misterio de la salvación, ofrecido a la humanidad entera en Cristo crucificado.
En la espiritualidad comboniana, al igual que en toda espiritualidad que tiene por fin desbrozar caminos que lleven a la santidad, la cruz no es una simple imagen o un instrumento mágico ni mucho menos un amuleto útil para exorcizar los fantasmas de nuestros terrores.
La cruz es el lugar donde Dios se manifiesta, sin ocultar nada de su divinidad, capaz de la renuncia total a sí mismo para mostrarnos hasta dónde puede llegar el amor que es lo más opuesto a la muerte y a la destrucción representados por la cruz.
La cruz es la señal que nos permite reconocer en nuestra vida lo que proviene de Dios, porque es en la cruz donde se manifiesta el amor de Dios que no se ha reservado a su Hijo único al que amaba como sólo Dios puede hacerlo.
Aunque pueda parecer una contradicción, la experiencia nos enseña mediante la vida de los santos de todos los tiempos, que no existe otro camino para llegar a la santidad más que el de la cruz, vivida por amor y en el amor.
Las cruces son una escuela de santidad
“Estas oraciones no deben tener como finalidad el alejamiento de las cruces, de las congojas, de las penalidades y de las privaciones extraordinarias… porque la cruz y las más grandes tribulaciones son necesarias para la conversión, la estabilidad y el progreso de las obras de Dios, que siempre deben nacer, crecer y prosperar al pie del Calvario” (E 5258).
A menudo nos preguntamos por qué tiene que ser imprescindible la cruz y todo lo que ella significa para poder realizar nuestra experiencia de santidad.
Creo que la vida nos enseña de un modo sencillo que solamente cuando llegamos a tocar con la mano nuestra pobreza, nuestros límites, nuestras debilidades; solamente cundo el sufrimiento nos golpea y el dolor nos obliga a doblar las rodillas, solamente entonces caemos en la cuenta que no somos Dios y sólo entonces brindamos a Dios la posibilidad de manifestarse en nosotros. Esto solamente es posible cuando descubrimos la presencia de la cruz como parte de nuestra vida y cuando empezamos a comprender que las cruces no son una tragedia, sino más bien una ocasión y oportunidad para entrar en el ámbito de Dios.
Las cruces son necesarias en la pedagogía de la santidad porque son una escuela de conversión que nos hace despertarnos a los valores que se contienen en lo que llamamos santidad. La conversión orienta nuestra vida a Dios y nos permite hacer opciones orientadas hacia aquello que es importante para Dios. Se puede afirmar que las cruces nos sensibilizan a los deseos de Dios que llevamos en nosotros, lo que equivale a la santidad verdadera.
En esta acepción, ser santos no quiere decir ser perfectos y nuestra humana naturaleza nos recuerda constantemente que nunca seremos el centro de nuestra existencia, nunca podremos alejar de nuestra experiencia vital el sacrificio y el dolor de la muerte que forman parte de nuestra condición humana. Ello quiere decir, como comprendió Comboni, que nuestra santidad se hace genuina cuando aprendemos que hablar de santidad es un don que nace a los pies del Calvario, un lugar de muerte, pero que al mismo tiempo es el lugar donde el Señor nos muestra que él es el señor de la vida. Es allí donde todo empieza y donde Dios nos hace entender que ser santos no es otra cosa más que vivir el amor sin límites, hasta la disponibilidad total para entregar la propia vida y todo lo que somos por amor.
La cruz es el camino de la humanidad hacia la santidad
“Ya veo y comprendo que la cruz me es tan amiga, y la tengo siempre tan cerca, que dese hace tiempo la he elegido por esposa inseparable y eterna. Y con la cruz como amada compañera y maestra sapientísima de prudencia y sagacidad, con María como mi madre queridísima, y con Jesús mi todo, no temo, Emmo. Príncipe, ni las tormentas de Roma, ni las tempestades de Egipto, ni los torbellinos de Verona ni los nubarrones de Lyon y París; y ciertamente, con paso lento y seguro, andando sobre las espinas, llegaré a iniciar establemente e implantar la ideada Obra de la Regeneración de la Nigricia central, que tantos han abandonado, y que es la obra más difícil y fatigosa del apostolado católico” (E 1710).
Cuando leemos este texto de Comboni vemos con toda claridad que las cruces que llevan a la santidad no son aquellas que podemos inventarnos y no pueden ser un producto de nuestra elección. La cruz as un don que tenemos que descubrir en nuestro caminar por la vida, un don que nos invita a concebir nuestra existencia de otro modo, con otra lógica, la lógica de Dios. La lógica de olvidarse de uno mismo, de la renuncia al cálculo, de ir a contrapelo, de saberse débiles para poseer la fuerza que nadie puede arrebatarnos.
Es la lógica de los pequeños que descubren en Dios su grandeza, que ven a la carne flaca transformarse en sublime santidad. Esta es la cruz que merece tenerla por amiga, cercana, elegida y también esposa, como dice Comboni, porque es quien nos enseña la sabiduría de Dios, que nos hace ser prudentes y sagaces, que nos hace vivir la santidad que equivale a vivir de Dios.
Esta es la cruz que engendra la santidad que llena el corazón de audacia, de fe, de esperanza. Es la cruz donde podemos inmolar nuestros temores, nuestras dudas, nuestros pequeños y grandes egoísmos. Es la cruz donde aceptamos de morir a nosotros mismos para brindar nuestra vida como un don a aquellos que estamos llamados a amar sin poner límites y sin escondernos detrás de nuestros intereses.
Es una santidad misionera porque nos orienta hacia los otros, hacia aquellos que no cuentan a los ojos del mundo, hacia aquellos que hoy representan al Señor crucificado.
Son las cruces que acrecientan la fuerza y el valor cuando nos parece que todo está perdido y cuando nuestras fuerzas no nos permiten mantenernos en pie, porque nos obligan a aferrarnos al Señor y reconocerlo como nuestra única fortaleza.
Son las cruces que nos hacen vivir en la fidelidad al Señor que nos ha llamado y nos prometió que no nos dejará nunca solos. Son las cruces que llenan nuestro corazón de paz cuando nos parece que todo se tambalea y es imposible de soportar. Son cruces que no se eligen sino que nos son ofrecidas como el camino hacia la santidad.
La cruz es una cosa buena
“El camino que Dios me ha trazado es la cruz. Pero si Cristo murió en la Cruz por la injusticia humana, y tenía la mente recta, es señal de que la cruz es una cosa buena y una cosa justa. Carguemos pues con ella, y adelante” (E 6519).
Otro interrogante que puede asaltarnos es cuáles son las cruces con las que debemos cargar y caminar con determinación, bien seguros que son instrumentos de santificación. Al igual que Comboni, nosotros también nos topamos con numerosas experiencias de cruz que se van sucediendo en el acontecer de nuestra vida. Cruz es el sufrimiento que vemos en tantas partes del mundo donde vivimos como misioneros, la violencia, la inseguridad, la guerra, la negación de los derechos fundamentales de tanta gente. La cruz tiene el aspecto del miedo, de la desilusión que contemplamos en tantos jóvenes que no tienen futuro, tiene el semblante de la frustración que viven tantos contemporáneos nuestros que no encuentran un sentido para su vida. La cruz es la injusticia, la corrupción, la falsedad, la explotación de los demás, situaciones que parecen las prevalentes en nuestra sociedad.
Cuántas veces Comboni contempló su mundo devastado por tantos sufrimientos, abandonado por todos, condenado y olvidado por los poderosos. Un mundo en el cual parecía imposible soñar un futuro de esperanza y de paz. Y él ha sido el hombre de fe, de audacia, del compromiso total, ha sido el santo que ha sabido ver lo que los demás no fueron capaces.
También nosotros estamos inmersos en una realidad, en un mundo que no es muy diferente y nos encontramos ante el desafío de creer y esperar y trabajar sostenidos por la fuerza del Señor que nos quiere santos.
Pero Comboni, en su tiempo, tuvo otras cruces con las que cargar que le suponían no poco sufrimiento, entre otras: la falta de personal para una misión que equivalía a la extensión de un continente, la cruz de la pobreza de sus misioneros, no siempre tan valientes y generosos como él desearía. La cruz de las enfermedades que soportaban. La cruz de la penuria de los recursos materiales que nunca eran proporcionados a las ingentes necesidades y urgencias de la misión. La cruz de las exigencias de la misión nada fácil, que desanimaba a algunos hasta el punto de abandonar.
Nosotros experimentamos hoy estas mismas realidades, nos sentimos inmersos en un mundo que cambia a un ritmo vertiginoso, que no demuestra interés por nuestras propuestas, pesa sobre nosotros la cruz de la indiferencia de los otros. Ser misionero hoy no despierta el interés de nuestros contemporáneos, más bien se nos mira con sospecha.
Experimentamos la disminución de nuestras fuerzas, de nuestro número. Somos un pequeño Instituto que pasa inadvertido en el mundo. Nos causa preocupación el ver nuestras casas de formación casi vacías y experimentamos tristeza ante el alejamiento de algunos de nuestros jóvenes que quieren vivir de otro modo.
También nosotros sobrellevamos hoy la cruz de tantas debilidades y de la pobreza de nuestra humanidad. Llevamos la cruz de nuestra incapacidad para vivir en profundidad nuestros compromisos como consagrados, la cruz de nuestra autosuficiencia, de nuestro orgullo que nos enreda en las dinámicas del individualismo que nos impide crear auténticas fraternidades y vivir en verdadera comunión. Están la cruz de la comodidad, la dificultad para vivir un mayor espíritu de sacrificio, la cruz de la superficialidad y del deseo de ser dejados en paz. Está la cruz de la superficialidad espiritual que nos lleva a vivir inmersos en el hacer, descuidando nuestra relación con el Señor, con los hermanos, con la gente que encontramos en la misión. Está la cruz que nos lleva a creer que nuestras ideas son las únicas, nuestros proyectos los mejores y nuestro estilo de vida intocable.
Son cruces que nos desafían a imprimir un giro a nuestra existencia, a nuestro enfoque de la vida, a nuestro fervor como consagrados y como misioneros. Son cruces que nos invitan a adentrarnos en un proceso de santificación que pone en entredicho aquello que creemos seguro, propiedad nuestra.
Son cruces que seguramente hablan de muerte, pero, no olvidemos que la cruz verdadera es la que desemboca en la vida, que la cruz del Señor acaba siempre siendo árbol de vida y de santificación para todos los que creen.
Las cruces no nos asustan y, como san Daniel Comboni, también podemos hacer la experiencia de transmutar las cruces del mundo, del Instituto y las nuestras personales en una ocasión para vivir un encuentro más profundo con el Señor, para descubrir con él que es él quien tiene palabras de vida y que únicamente a partir de él nuestras cruces pueden transformarse en espacios de santidad.
Que la intercesión de san Daniel Comboni nos ayude a vivir nuestras cruces como un don y una oportunidad para llegar a ser los santos que la misión necesita.
Feliz día de san Daniel Comboni.
Roma, 10 de octubre de 2011
P. Enrique Sánchez González
Superior General