Mensaje del Superior General - 10 Octubre 2010
¡Dios mío! ¡Siempre Cruces! Pero Jesús, dándonos la cruz, nos ama. Y aunque todas estas cruces pesan terriblemente en mi corazón, aumentan a la vez su coraje para librar las ba-tallas del Señor, porque las Obras de Dios nacieron y crecieron siempre así. La Iglesia se fundó sobre la sangre del Hombre-Dios, de los Apóstoles, de los Mártires; y todas las Mi-siones católicas del universo que han dado frutos crecieron así a imagen de la Iglesia, y así prosperaron, se consolidaron y prosiguieron, entre muertes y sacrificios, a la sombra del salvífico árbol de la Cruz. (Escritos 7225) Queridos hermanos, Durante este año, en muchas ocasiones, me he acercado a San Daniel Comboni para pedirle ayuda y luz para la misión que vivo cada día y puedo decir que siempre he encontrado una fuerza que me anima a vivir el presente con confianza y esperanza y quiero agradecer al Señor por el don de nuestro fundador. Hoy más que nunca estoy descubriendo lo extraordinario y grande que es nuestro padre, sobre todo en la medida en que sigo descubriendo realidades y exigencias de la misión hoy. El panorama que tenemos delante, las situaciones del mundo en el que debemos vivir nuestra voca-ción, la fragilidad de nuestra humanidad, los límites experimentados en carne propia, pienso que no son otra cosa que la cruz que acompañó la vida de Comboni y que lo hizo llegar a ser santo y se transforman en retos para nuestra santificación. El próximo 10 de octubre haremos memoria del dies natalis de Comboni y nos uniremos a la fiesta de toda la Iglesia que lo recuerda y lo propone como modelo de misionero y de santidad, no solo a nosotros, herederos de su carisma, sino a toda la humanidad capaz de descubrir en él un hombre lle-no de Dios y de amor a los más pobres. Con mucha sencillez puedo decir que en los últimos meses he sido testigo de cuanto la santidad de Comboni fascina y consigue ganarse los corazones de las personas que entran en contacto con él. He encontrado muchos combonianos y combonianas que, sin hacer ruido, viven con gran alegría la pasión por la misión y se consagran en cuerpo y alma a tantísima gente que no cuenta a los ojos del mundo. Son signos vivos de la santidad de Comboni. He conocido laicos y laicas que se han encontrado con la figura de nuestro fundador y se han entu-siasmado e iluminado con su santidad. Y por esto quiero agradecer al Señor con vosotros en este día. Junto a vosotros quiero hacer fiesta por el don de la santidad de Comboni y a la vez quiero pe-dir la gracia de vivir de esta santidad porque siento especial necesidad, para mí y para todos los miembros de nuestro Instituto. A lo mejor os preguntaréis de qué santidad estoy hablando. Respondo sin multiplicar las palabras. Me gustaría vivir la santidad de Comboni como él la experimentó y expresó al final de su vida. Una santidad hecha de abandono en las manos de Dios, de confianza y de fe profunda manifestada en la certeza de que Dios no nos deja jamás; santidad que se hace capacidad de vivir el sufrimiento, la prueba, la debilidad humana, la falta de apoyos humanos, la disminución del personal y el aumento de las exigencias de la misión sin perder el optimismo y el entusiasmo. Santidad que nos permite abrazar las dificultades y los sacrificios que la misión exige con un corazón lleno de alegría y de coraje, que no se asusta ni se echa atrás, aunque eso implique la donación total de nuestra vida. Quisiera celebrar con vosotros la santidad de Comboni que nos enseña a vivir con serenidad este momento tan desafiante de nuestra historia personal y del Instituto. Una historia donde no faltan las cruces y donde somos llamados a vivir con humildad nuestra pobreza, como una ocasión para de-jarnos sorprender por el Señor. Os deseo a todos, en mi nombre y en el del Consejo General, una buena fiesta, invitándoos a pedir la gracia de la santidad misionera que nos ayude a vivir consagrados a Dios y a los más pobres, como hizo san Daniel Comboni. P. Enrique Sánchez G., mccj Superior General