Introduccion del cardenal de Milan al libro 'Daniele Comboni: gli Scritti', Ed. EMI, 1991.

El nombre de monseñor Daniel Comboni aparece unido en la memoria de todos al problema de la evangelización del continente africano. Se trata de un problema que todavía hoy —y quizá más que ayer— reclama la atención con renovada fuerza, tanto por la vitalidad y novedad de fermentos con que aquellos pueblos se asoman al escenario de la historia en el ya próximo comienzo del tercer milenio del cristianismo, como por la creciente relevancia que adquiere dentro de la Iglesia y de sus mismos organismos de gobierno la presencia de eclesiásticos pertenecientes a aquellas regiones, como también, finalmente, por la llegada cada vez en mayor número a nuestros territorios de inmigrantes procedentes de Africa. Todo esto hace más sensible la exigencia de una nueva relación de la realidad eclesial con sus culturas y religiones, además de en los contactos político-sociales.
El 6 de enero de 1989, el Papa Juan Pablo II hizo público el propósito de convocar una asamblea especial para Africa del Sínodo de los Obispos. Es posible que tal anuncio haya suscitado en igual medida y por opuestas razones estupor y satisfacción, especialmente entre quienes de manera más directa se sienten implicados en el problema.
En todo caso, también este hecho es una clara señal de la importancia que el continente negro está adquiriendo para la vida de la Iglesia. Se ha señalado que el anunciado proyecto no ha surgido de una decisión personal del Papa o de una iniciativa de la Curia romana, sino que representa como el punto de confluencia de tres fuerzas particularmente sentidas en estos últimos decenios dentro de esa Iglesia local, y que podrían sintetizarse así: el madurar de la conciencia africana, la evangelización misionera y el Concilio Vaticano II. Tres elementos, con características y exigencias muy diversas, en espera de una integración que no mortifique a nadie, sino que ayude a encontrar los nuevos caminos por los que esas fuerzas lleven a todos a un enriquecimiento. Y también en este contexto la idea de dar a conocer la experiencia vivida en primera persona y en contacto con la realidad africana por un alma grande como Daniel Comboni representa una contribución concreta a la sensibilización respecto a problemas y acontecimientos tan actuales.
Al querer reactualizar una significativa figura del pasado se encuentran inmediatamente al menos dos vías, que en general son las más accesibles y las más frecuentadas. Está en primer lugar la reconstrucción puramente biográfica, que presenta los acontecimientos de la vida sobre el fondo del ambiente social y cultural; un trabajo que requiere el apoyo de una adecuada documentación histórica y de una total objetividad al referir también lo que puede sonar como no precisamente encomiástico para el protagonista. Hay luego una segunda vía: la publicación de todo lo que la persona ha dejado escrito y que refleja su pensamiento, sus líneas de actuación, sus elecciones apostólicas, los aspectos más profundos de su espiritualidad expresados en las relaciones epistolares, en las notas de diario, en las actas de fundación de nuevos Institutos religiosos.
Los realizadores del presente volumen han elegido esta segunda vía, ofreciendo buena parte de los escritos de Comboni, constituidos por cartas e informes. En ellos, quienes se interesan por la vida de la Iglesia en Africa encontrarán un instrumento que se revelará precioso, más que para conocer las actividades de este obispo misionero, para determinar y precisar los componentes de un espíritu hecho de arrojo apostólico, de profecía, de realismo, de intensa espiritualidad.
Naturalmente habrá que tener en cuenta el tiempo que ha transcurrido desde entonces y que supera ampliamente el siglo: un período durante el cual han cambiado muchas cosas dentro y fuera de la Iglesia. Por eso se necesitará la mediación de una adecuada actualización de la materialidad de la expresión o de la referencia a un contexto histórico y eclesial ya superado. Pero lo que todavía hoy parece ofrecer sugerencias y estímulos de gran eficacia es la posibilidad de reconstruir, a través de estos escritos, las etapas de un itinerario apostólico totalmente dirigido a la búsqueda de medios cada vez más eficaces para la evangelización del continente negro.
Nosotros poseemos hoy una insustituible clave de lectura de estos escritos, trasladados al contexto actual, en los documentos del Concilio Vaticano II, sobre todo en ese riquísimo Decreto Ad Gentes sobre la actividad misionera de la Iglesia, publicado el 7 de diciembre de 1965. Podrá resultar iluminador releer estos escritos superponiéndolos casi en transparencia a las palabras del Concilio, especialmente en lo referente a los fundamentos de la actividad misionera, su espiritualidad, su organización, la cooperación y la inculturación.
En muchas cosas Comboni fue indudablemente un pionero, y como tal se adentró en lo inseguro, viviendo experiencias nuevas sin otro punto de referencia que su fe y su generosa entrega apostólica. Pero algunos de sus conceptos, por su carga interior, han merecido ser destacados y llevados a una maduración que ha permitido al Concilio recogerlos y codificarlos.
Y aquí no se puede dejar de recordar por su ejemplaridad el que acaso resulta su escrito más importante. En un primer momento Comboni lo quiso señalar como «Opus Regenerationis Africae»; pero su génesis y sus sucesivos desarrollos los encontramos hoy expuestos en el primero de los dos gruesos volúmenes de la Sagrada Congregación para las Causas de los Santos, que contienen toda la documentación recogida con vistas a la beatificación y canonización de Comboni (Positio super virtutibus..., vol. I, pp. 176 ss).
Apartándose de ilustres contemporáneos suyos, como Massaia y don Nicolás Mazza, que además había sido su maestro, desarrolló el primitivo «Plan misionero para Africa» proponiéndolo como «Plan para la regeneración de Africa con Africa». Muy oportunamente la Positio hace notar el mayor contenido del término regeneración, que vino a sustituir al de conversión: en efecto, aquél implica tanto la evangelización propiamente dicha como la promoción humana y social de los africanos. Además es sugerido el camino que se pretende seguir: el de habilitar para este fin todos los recursos que la misma Africa es capaz de brindar. El espíritu que anima el «Plan» puede representar, por tanto, la partida hacia una real superación de lo que con expresión quizá discutible pero significativa se ha llamado «colonialismo religioso».
Y aquí aparecen en transparencia, como decíamos, las palabras del Concilio Vaticano II: «Es necesario que de la semilla de la Palabra de Dios se desarrollen Iglesias particulares autóctonas... Iglesias que, ricas en fuerzas propias y en una propia madurez, y adecuadamente provistas de una jerarquía propia unida al pueblo fiel, así como de medios en consonancia con su idiosincrasia para vivir bien la vida cristiana, hagan su contribución en beneficio de toda la Iglesia» (Ad gentes, n. 6). Además, a los Institutos que trabajan en regiones a evangelizar se les recomienda «dirigir todo a este fin: que la nueva comunidad cristiana crezca y se haga una Iglesia local, que luego, en el momento oportuno, será dirigida por un propio pastor con clero propio» (Ad gentes, n. 32). Como deja ver este simple ejemplo, la clave de lectura del Vaticano II se convierte en una vía principal para reactualizar las valiosas intuiciones que un siglo antes y en el campo de trabajo recogió un iluminado evangelizador.
Por eso no será difícil comprender el sentido y el valor de esta iniciativa editorial: no es hecho celebrativo, sino el deseo de efectuar con ella una contribución concreta a esa animación misionera, particularmente dirigida al continente africano, a la que Daniel Comboni y las familias religiosas Misioneras y Misioneros Combonianos, que reconocen en él a su fundador, continúan dedicando todas sus energías.

† Carlos María Card. Martini
Arzobispo de Milán