"El misionero debe estar dispuesto a todo: a la alegría y a la tristeza, a la vida y a la muerte, al abrazo y al abandono... Nuestra vida es una mezcla de dolor y gozo, angustias y esperanzas, sufrimientos y consuelos"
"Mis misioneros, mis cinco Hermanas Pias Madres de la Nigrizia (que son verdaderos ángeles), mis artesanos y yo somos los más felices de la tierra porque estamos en las manos de Dios, de María y del buen San José"
En la liturgia del día de su beatificación en San Pedro, el 17 de marzo de 1996, encontramos escrito: «Daniel Comboni: hijo de pobres campesinos que llegó a ser el primer Obispo católico del África Central y uno de los más grandes misioneros en la historia de la Iglesia [...]. Es realmente verdad: Cuando el Señor decide intervenir y encuentra una persona generosa y disponible se ven cosas nuevas y grandes...».
¿Cómo se explica una vida tan llena y fecunda? Con la gracia de Cristo acogida plenamente por su libertad. Cristo viene a Comboni mediante una serie ininterrumpida de encuentros y de circunstancias que han plasmado su vida. Él siempre responde con asombro y prontitud. Recibió también un carisma muy preciso a favor de la Misión. Todo ello engendró en él una experiencia cristiana específica que, como recuerda Juan Pablo II, es la base de toda actividad misionera (Redemptoris Missio, 87). Comboni fue uno de los padres del movimiento misionero del siglo XIX; pero antes supo ser hijo fiel de los hombres y mujeres más santos en la Iglesia de su tiempo. Mantuvo amistad y contactos con casi una veintena de santos hoy canonizados de los cuales deseaba «aprender a Cristo continuamente», uno de ellos, el alemán P. Arnoldo Janssen (+1909), fundador de los Misioneros del Verbo Divino será canonizado junto con él como fue beatificado a la vez otro gran obispo fundador de los misioneros javerianos Guido Maria Conforti (+1931), que había tomado a Comboni como modelo.
Comboni escribe en la Reglas para sus misioneros (1871) que sólo un misionero que tenga «los ojos fijos continuamente en Cristo», sin separarlos nunca de él, puede ser también parte de los fundamentos de una obra misionera que es para la gloria de Dios. Su vocación misionera no fue, pues, el resultado de un sentimiento ni fruto de una ideología. Fue un hecho acontecido en circunstancias concretas, mediante contactos y relaciones intensas con rostros muy concretos. Leyendo su larga correspondencia uno se queda sorprendido de cómo vive con asombro cotidiano estos encuentros de su vida.
La caridad siempre es un don de sí total, gratuito y conmovido. El mensaje de Comboni que coincide con ese don de sí puede sintetizarse en su convicción efectiva de que sólo del abrazo de Cristo puede renacer el hombre, cualquier hombre, aun en las situaciones más degradantes y desesperadas, maltratado por la historia y por los hombres. He ahí por qué Comboni habla continuamente de la necesidad sin interrupción de «mirar a Cristo», para que cada cosa sea referida explícitamente a Cristo para que pueda encontrar su consistencia. Apenas el papa Pío IX le confió la misión del África Central (1872) quiso consagrar África al Corazón de Cristo, precisamente en el lugar de una de sus mayores degradaciones: el emporio de la esclavitud que era la ciudad de El Obeid (Sudán). En el corazón de esta abominación fundó una misión y construyó una iglesia dedicada a la Señora, Reina de África. Inmediatamente después confió también África a María en aquel mismo lugar. Quiso de ese modo que el lugar de la degradación y del pecado se convirtiese en el punto de partida de una auténtica liberación y promoción de la persona poniendo a prueba la consistencia de toda acción misionera: Cristo que se nos da a través de María. Un gran mosaico cubre la actual catedral de El Obeid: la Virgen que ofrece a su Hijo a África y, a sus pies, de rodillas, Daniel Comboni y la antigua esclava rescatada de aquellas tierras, Santa Josefina Bakhita, los cuales interceden juntos por África. En este mismo lugar apenas dos años después de su muerte, morirán también los primeros discípulos de Comboni, --cinco de sus misioneros y misioneras-- como mártires de la fe.
«Para Daniel Comboni -comenta el cardenal Francis Arinze- consumado por el deseo de compartir la Buena Noticia de Jesucristo con todos los africanos, la evangelización del continente africano es asunto de toda la Iglesia [...]. En la época de Comboni, muchos pensaban en África como objeto de exploración, de ocupación, de reparto o de dominio. Otros soñaban en África para ayudar , para civilizar o para educar. Ellos veían siempre a África como objeto, no como sujeto. Pero Comboni no la piensa así» él quería un África en la que resplandeciese con plenitud el rostro de Cristo. Así se expresa su sucesor directo en Sudán el arzobispo de Jartum Gabriel Zubeir: «nosotros, cristianos africanos, somos los hijos y las hijas de Daniel Comboni. Sin él hoy no habría obispos, sacerdotes, diáconos, hermanos, hermanas, cristianos [...]. Pero su impulso misionero no nació de un proyecto simplemente exterior; fue fruto de su obediencia eclesial a la gracia del Espíritu Santo». Por ello, en el momento de morir pudo decir a sus misioneros: «Yo muero, pero esta obra [la misión africana] no morirá [...]. Las obras de Dios nacen al pie de la cruz».