África entonces contemplaba cómo recorrían sus tierras exploradores, mercaderes y agentes comerciales. El renacimiento misionero del siglo XIX se entrevera con esos recorridos. Gracias al movimiento misionero se pudo erigir la Misión del África Central. Al comienzo, la misión terminó muy pronto con el fracaso y la muerte de casi un centenar de los primeros misioneros, entre ellos casi todos los primeros compañeros de Comboni. Aquella misión fue «una auténtica necrología y un continuo martirio», como ya entonces escribió alguno. Los diversos intentos misioneros fracasaban uno tras otro. Muchos creían sin ambages que todavía no había llegado «la hora de evangelizar África». «Pero no pensaba así Comboni», escribe el cardenal Arinze.
En este contexto se inserta un acontecimiento extraordinario de gracia en la vida de Comboni. Sucedió de improviso, sin que él lo pudiera imaginar, como él mismo escribe recordando lo acontecido. Era el 15 de septiembre de 1864; mientras oraba ante la tumba de san Pedro en el Vaticano, cayó sobre él la gracia divina, «como un rayo», escribe casi inmediatamente recordando aquel momento. Así nació su «Plan para la regeneración de África por sí misma». Tres días después, el 18 de septiembre de1864, lo presentó al cardenal Prefecto de Propaganda Fide, Barnabò, y a Pío IX. La Misión, para Comboni, era una cuestión de Iglesia, de toda la Iglesia; he ahí el criterio de la misión: su universalidad católica. Pío IX le dijo entonces: «Trabaja como un buen soldado de Cristo». Comboni le obedeció hasta la muerte. Para él la misión fue una obediencia y una pasión por la Iglesia.
Para ello realiza numerosos viajes por casi todos los países europeos; se convierte en el punto de unión entre los diferentes grupos de movimiento misionero en Europa. Él mismo funda diversas obras a partir de 1867; a lo largo de su vida escribe habitualmente en más de 150 diarios y revistas europeas de su tiempo en favor de la misión africana; se encuentra con personajes de todas las clases, son discriminar a nadie. Su único interés es que Cristo sea conocido y que Africa, sea regenerada en él. La convocatoria del Concilio Vaticano I (1869) lo encuentra preparando su fundación misionera en Egipto. Escribe inmediatamente una apelación (Postulatum) a favor de los pueblos africanos que dirige a los obispos del Concilio (1870). En ella recuerda su responsabilidad misionera y la de toda la Iglesia hacia el África marginada.
Los últimos años de su vida fueron años de un sufrimiento indecible, «crucificado con Cristo por África», dirá a menudo. «Siento en el corazón el peso de la Cruz...», escribe ocho días antes de morir. El Señor lo había acrisolado espiritualmente a través del Misterio de la Cruz. Según el modelo de los santos la acoge, cada vez más convencido de que es una arcana garantía de fecundidad eclesial en favor de sus pueblos discriminados de África. «La Cruz tiene la fuerza de transformar a África en tierra de bendición y de salud... A mi no me importa nada. Sólo deseo ser anatematizado a favor de mis hermanos. Lo que me importa es la conversión del Africa», escribe poco antes de morir. Nunca se cansaba de decir a todos que «África sólo puede encontrar en la realidad de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, su verdadera dignidad y libertad». Para los africanos sólo ve una vía posible para conseguir su plena dignidad: la fe de Cristo, como ya había escrito a los obispos del Vaticano I.
En la noche del 10 de octubre de 1881 llegó para él el encuentro con el Señor, precisamente en el corazón de aquella África a la que había amado con tanta pasión. «Todos los africanos lloran a su obispo –“Mutran, es Sudan”—y lo llaman con los nombres de padre, pastor y amigo...», escribe un comboniano canadiense, Arturo Bouchard, que estaba junto a él en el momento de su muerte.