De Mazza aprendió Comboni a «tener, como él escribe, fijos los ojos en Jesucristo». Esta mirada y aquel «sí» a Cristo se convirtieron para él en memoria continua de su vida y su vocación; lo llevaban constantemente a dar sentido a todo lo que emprendía. Como escribe en uno de los momentos cruciales de su vida, lo impulsaban a «juzgar las cosas y al mundo africano no con la sabiduría que proviene del mundo, sino con la luz pura de la fe»; a ver aquel mundo «no a través de la filantropía o los intereses de los explotadores, políticos y economistas», sino a través del Misterio de Jesucristo en Cruz, como escribe en su Plan para la regeneración de África (1864).
Nombrado obispo del África Central, a su retorno a África entre mil dificultades dirá a sus pocos fieles: «Entre vosotros dejé mi corazón [...] y hoy finalmente lo retomo volviendo a estar entre vosotros. Vuelvo a estar entre vosotros aunque nunca dejé de ser vuestro [...]. El día y la noche, el sol y la lluvia siempre me encontrarán dispuesto para vuestras necesidades espirituales: el rico y el pobre, el sano y el enfermo el joven y el viejo, el patrono y el empleado tendrán siempre igual acceso a mi corazón. Vuestro bien será el mío y vuestras penas serán también las mías. Me comprometo a hacer causa común con cada uno de vosotros y el más feliz de mis días será aquel en que pueda dar la vida por vosotros». De hecho, la única cosa que le importaba, como escribe también desde Jartum un mes antes de morir «es que se convierta Africa; [...] ésta es la única y verdadera pasión de toda mi vida y lo será hasta la muerte, y no me ruboriza absolutamente el decirlo». Como escribía en 1864, tenía la conciencia clara de que un misionero debía ser el abrazo tangible de Cristo a los pueblos de África el único fin de su vida debía ser «el de llevar el beso de paz de Cristo».