Comboni fue hijo de uno de los exponentes del movimiento misionero de entonces, don Nicola Mazza di Verona. En el encuentro y la senda de Mazza y el contacto circunstancial con el drama de la esclavitud de los africanos (se hizo amigo de un esclavo sudanés comprado en un mercado de esclavos en Egipto, conducido a Verona y educado por Mazza) se abre a la vocación misionera. A los 18 años había jurado ante Mazza «consagrar su vida a Cristo en favor del pueblo africano hasta el martirio» era el día de la Epifanía, 6 de enero de 1849. Hay que leer toda su vida a la luz de aquel encuentro y de aquel juramento, que él recordará siempre con abundancia de detalles -el día y hasta las horas-, en una carta al final de su vida dirigida al Cardinal Prefecto de Propaganda Fide, Franchi. Fue ordenado sacerdote en Trento por el arzobispo Beato Giovanni Nepomuceno Tschiderer en 1854 y fue uno de los pioneros de la misión de África Central, a la que parte en 1857 con sólo 26 años. Llegó a su destino junto a otros cinco compañeros misioneros de Mazza, en el sur de Sudán, después de haber visitado Tierra Santa, sólo seis meses después, en medio de obstáculos indescriptibles, penosas fatigas, enfermedades y muerte de casi todos sus compañeros de misión. «Daniel Comboni fue un profeta incansable a favor de África ante sus contemporáneos», escribe de él el cardenal africano Arinze. Recorrió sin descanso los caminos de toda Europa gritando el dolor de África. Llama a todas las puertas tanto eclesiales como laicas: movimientos eclesiales, órdenes religiosas, asociaciones de laicos, hombres políticos... sin distinción. Bastaba que entreviese un corazón abierto a los problemas de los africanos para hacer apelación a sus sentimientos, como demuestra su vastísima correspondencia con toda clase de personas.
Comboni fue de hecho el primer obispo de África Central. Luchador indomable contra la trata oriental de esclavos, lamentó tanto la política de explotación colonial, como la ambigüedad de algunas actitudes de políticos y eclesiásticos de entonces respecto a las misiones. Su muerte en Sudán a los cincuenta años ocurre en circunstancias trágicas. Carestías y pestes, guerra fundamentalista islámica, oposición por parte de algunos ambientes, incluso religiosos europeos, hostilidad de políticos e incomprensión por parte de antiguos amigos le apesadumbraron duramente en los últimos años de su vida.
Por todo ello, su muerte parecía el comienzo de un oscuro y largo «sábado santo». Sin embargo, antes de morir hace renovar a sus misioneros el juramento de fidelidad a la propia vocación hasta la muerte. Algunos de sus misioneros y hermanas morirían casi enseguida, en plena juventud, otros serán esclavos de los fundamentalistas islámicos durante la llamada dominación mahdista del Sudán (1882-1899); algunos de éstos morirán durante el mismo atroz encarcelamiento.