Reconciliarnos con nosotros mismos para vivir reconciliados con los demás

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Cómo transformar nuestras “heridas” en un lugar privilegiado de encuentro con Dios y solidaridad con los demás.

1. Reconocerse como personas heridas

Nuestra historia, especialmente la edad infantil, nos ha dejado las energías, recursos y posibilidades por las que estamos agradecidos a nuestros padres y otras personas que han sido significativas para nosotros. Pero el pasado también ha dejado una huella negativa cuyas consecuencias están presentes en nuestra vida cotidiana. En este sentido, debido a nuestro pasado, todos llevamos alguna “herida”, es decir, un punto vulnerable y elemento de fragilidad, sobre todo en la autoestima (calidad de relaciones para con nosotros mismos) y en la afectividad (la capacidad para amar y dejarse amar).

Nuestra condición de heridos también se manifiesta en la división que llevamos dentro. Por un lado, experimentamos una fuerza que nos empuja a salir de nosotros y abrirnos a los demás en la búsqueda del bien, por otro lado, existe una fuerza tendente a encerrarnos en nosotros mismos, a la búsqueda de lo que es gratificante, de un bienestar egoísta.

Todos estamos heridos de alguna manera, pero no de la misma manera o con la misma intensidad, como también cargamos con estas heridas en una manera diferente. La profundidad y el grado de percepción que tenemos de esta situación pueden ser diferentes, por lo que sabemos y cómo nos afectan, si somos capaces de aceptarlos como parte de nuestra humanidad y en la medida en que podemos negociarlos de una manera no destructiva.

En mi propio itinerario personal, constato que su integración es posible, y esto exige un proceso largo y exigente pero al mismo tiempo, hermoso y gratificante en la medida en que experimentamos en nosotros un crecimiento en la libertad interior, en la serenidad, en la capacidad de convivencia y de acogida al hermano en su diversidad y sus dificultades.

2. Las raíces de nuestras dificultades en la vida de comunidad

La experiencia de estos años como acompañante me hizo llegar al convencimiento que muchas de nuestras dificultades en la vida de comunidad tienen sus raíces más profundas en nuestras heridas. Cuando estas heridas no son integradas, son el origen de nuestra vulnerabilidad, son nuestro talón de Aquiles. En el acompañamiento de los hermanos, me di cuenta de que las lesiones más comunes son las de sentirse humillado, agredido, rechazado, abandonado, dejado de lado.

La herida de la humillación, por ejemplo, nos hace sentir las observaciones, sugerencias, críticas constructivas que se nos hacen como un asalto a nuestra autoestima, el deseo de disminuir nuestra valía. Esto fácilmente nos lleva a reaccionar en modo agresivo, a evitar la comunicación y el diálogo, para trabajar en solitario como una defensa para evitar el sufrimiento. La herida de sentirse rechazado se manifiesta en una sensibilidad muy fuerte a todos los signos posibles de acogida o de rechazo, con distorsiones fáciles y juicios acerca de las intenciones de los demás, que dan pábulo a quejas (andar de morros), inestabilidad en las relaciones, exigencias poco realistas de ser acogidos y amados.

Nuestra percepción de los otros está influenciada negativamente por nuestras heridas. Inconscientemente, percibimos al hermano como una amenaza, un rival, y el responsable de nuestros problemas. Además, nuestras heridas son el origen de nuestros miedos, inseguridades, ansiedades, reacciones desproporcionadas y actitudes compulsivas, todos ellos elementos que afectan negativamente a la convivencia.

El miedo a ser heridos nos lleva al aislamiento, a evitar el confrontarse, a dominar, manipular, defendernos, justificarnos, hasta el punto de devolver a los demás la agresión de que hemos sido víctima. De esta manera, de víctimas nos convertimos en agresores.

He comprobado que nuestra necesidad de ser amados y reconocidos, cuando se ve acentuada por nuestras heridas, alimenta las expectativas irreales de ser gratificados por la comunidad, por la institución, por la misma vida religiosa y misionera. Hay una demanda inconsciente de compensar el vacío que llevamos dentro. Estas expectativas se frustran porque no son realistas y causan en nosotros insatisfacción y resentimiento.

Responsabilizamos de nuestro malestar a los demás y a las estructuras, cuando es dentro de nosotros donde tenemos que encontrar la raíz de nuestra insatisfacción.

3. El pasado nos ayuda a entender el presente

Nuestras heridas no necesariamente tienen su origen en alguna experiencia traumática que se produjo durante el período de gestación o en la niñez. Mucho más a menudo se deben a una gratificación insuficiente, especialmente durante los primeros años de vida, de la necesidad fundamental de ser reconocido y amado o de una sobre-protección, o de la repetición de situaciones o experiencias negativas aun sin llegar a traumáticas.

Un mensaje negativo, por ejemplo: no vales, eres un incompetente, nadie te quiere, eres un burro, no tenías que haber nacido, tu hermano es mejor que tú... A fuerza de repetición termina siendo interiorizada por el niño, dando lugar a una herida que sin duda no se curará sólo con el pasar del tiempo.

Más importante que eso, que de hecho sucedió, es crucial el cómo hayamos percibido y vivido esa situación, la resonancia emocional que hemos experimentado y que sigue viva en nosotros.

Las personas que con más frecuencia causan las heridas son los padres biológicos o aquellos que han tenido esta función, hermanos, familiares y profesores. Incluso las situaciones externas pueden ser causa de heridas, por ejemplo, los entornos hostiles, precarios económicamente, insalubres, violentos, represivos, de inseguridad y de guerra.

4. La ira y el resentimiento que “cargamos” del pasado

Las heridas son acompañadas por la ira y el resentimiento hacia los que identificamos como agresores, a veces, Dios mismo a quien responsabilizamos por lo que nos ha sucedido y nos ha hecho sufrir. No siempre somos conscientes de que los sufrimientos que experimentamos son causados por nuestras heridas.

El camino de la integración personal pasa necesariamente por reconocer las emociones intensas y dolorosas que acompañan a nuestras heridas, llamarlas por su nombre, expresarlas, aceptando el sufrimiento que esto causa.

El sentimiento de culpa puede ser una barrera que impide el darse cuenta de la ira y el resentimiento que anidan dentro de nosotros. El hecho de reconocer estas emociones no nos lleva necesariamente a juzgar y condenar a nuestros padres o alguna otra persona importante en el pasado, ni es un indicio de la falta de respeto y afecto por ellos.

La ira que sentimos y que no reconocemos puede ir contra nosotros mismos y contra los otros, hermanos y comunidades en las que ejercemos nuestro ministerio.

5. Temores, ansiedades y compulsiones

La dinámica de nuestras heridas es nutrir en nosotros el temor a revivir aquel dolor que las causó, por ejemplo, de ser o ser considerado, inferior, humillado, incapaz, inútil, acusado, condenado, sin valor, inadecuado, débil, diferente, un “fiasco”, rechazado, excluido, no querido, abandonado, manipulado, traicionado, abusado, dominado.

Estos temores pueden ocurrir de modo tan intenso y recurrente que determinen nuestras decisiones y actitudes, incluso en contra de los valores que proclamamos.

A su vez, estos temores alimentan el ansia de escapar de situaciones percibidas como causa de sufrimiento o tratar de compensar aquellos sentimientos desagradables que experimentamos.

Es propio de la ansiedad implementar algunas compulsiones entendidas como actitudes emotivo/compulsivas recurrentes que usamos, con frecuencia inconscientemente, para escapar de nuestros miedos o compensar nuestra necesidad de afecto y de reconocimiento.

Estas son algunas compulsiones posibles: querer ser diferente de los demás, ser un intelectual acumulador, seguir la regla, buscar el poder, ser pacifista, comportamiento agresivo, altruismo, autonomía, control, contra reacción, dependencia emocional, dominar, evitar las críticas y el fracaso, defendernos, el éxito, el exhibicionismo, el orden y la organización, la satisfacción sexual, el activismo, el perfeccionismo, construir estructuras grandes (como puede ser también nuestro caso).

Quiero hacer hincapié en que en algunas de estas actitudes, el problema no es la conducta en sí misma, lo cual puede ser bueno, sino la compulsión que está presente en la actitud, es decir, la necesidad de actuar de una manera determinada debido a la falta de libertad a causa de los temores y la ansiedad. Por ejemplo, la preocupación por los demás y estar disponible puede ser una expresión de un valor, el problema surge cuando la persona no es capaz de poner límites a la disponibilidad o desea ayudar a otros porque no es capaz de decir que no, por miedo a ser rechazado o criticado. De esta manera el altruismo se convierte en paternalismo y la disponibilidad en una forma de dejarse manipular.

Las llamadas de atención y las críticas de los hermanos, los superiores y los colaboradores no consiguen cambiar estas actitudes. La falta de libertad interior no nos permite elegir, en la situación concreta, cual es la mejor actitud de acuerdo con los valores del Evangelio. Somos esclavos de nuestros impulsos y por lo tanto incapaces de aprender de la experiencia.

Cuanto más profundas son las heridas tanto más intensos son el miedo y la ansiedad y por lo tanto son más fuertes nuestras compulsiones.

Los miedos y la ansiedad a menudo nos llevan a las reacciones emotivo-impulsivas desproporcionadas a la situación: funciona como estímulo para desencadenar lo que ha quedado inscrito en nosotros desde el pasado.

Nuestras heridas son profundas y cuando no se integran pueden obrar de modo que el buscar ser reconocidos, aceptados, estimados, considerados, aprobados, amados, aceptados, acogidos, tener un sitio especial en el corazón de alguien se transforme en el motor central de nuestra vida, lo que realmente dirige nuestros deseos, las decisiones y las acciones en la ilusión inconsciente de llenar el vacío causado por nuestras heridas.

6. Las heridas no integradas y la vida espiritual

Nuestras heridas no integradas también tienen una influencia negativa en nuestra vida espiritual. Generan y nutren una imagen distorsionada de Dios. En lugar del Dios revelado por Jesucristo, nos relacionamos con un fetiche de Dios, como puede ser: un dios perfeccionista, el dios que exige sacrificios, el dios de los méritos y éxitos, el dios intimista, alienado de la relación con los demás, el dios juez implacable, el dios del hedonismo que se puede manipular como se desee, o un dios todopoderoso que todo lo soluciona...

Otra manifestación de nuestras heridas no integradas son nuestros afectos desordenados que nutren motivaciones egocéntricas y egoístas en actitudes que en sí mismas pueden ser buenas, como puede ser la de ayudar a los pobres para ser reconocidos y amados, o construir grandes obras para compensar la baja auto-estima.

7. Posible camino de “integración”

Debo señalar que integrar nuestras heridas no significa eliminarlas, sino saber manejarlas de una manera positiva, mediante la eliminación de la carga destructiva que se dirige hacia nosotros mismos y/o hacia los otros, para hacer un lugar de encuentro con Dios y de solidaridad con los demás.

A continuación van los pasos sugeridos desde nuestra experiencia, bien conscientes que no son una receta rápida y fácil en un camino que es largo y difícil, pero que puede ser hermoso y asequible porque nos abre a una vida más plena.

El paso primero es saber cómo identificar y reconocer nuestras heridas en nuestra vulnerabilidad, en nuestras reacciones desproporcionadas, en nuestros miedos, en el resentimiento y en la ansiedad, en nuestras actitudes compulsivas.

El segundo paso es elaborar el resentimiento que las acompaña, reconociéndolo y expresándolo de una manera apropiada. Es especialmente útil poderlo “contar” a una persona que escuche con empatía, al Señor en la oración, a la persona que nos ha herido, cuando sea posible y apropiado, o de modo virtual escribiendo una carta que nunca será enviada.

El tercer paso es luchar contra nuestras compensaciones y escapatorias, contra el vivir de un modo irresponsable, proyectando sobre los demás la culpa de nuestras dificultades.

El cuarto paso es abrirnos y buscar el diálogo con los que conviven con nosotros y que por ello nos conocen, y cuando sentimos la necesidad, buscar la ayuda de un profesional en el campo de la psicología.

El quinto paso es llevar nuestras heridas al encuentro con el Señor. Es aquí donde se pueden transformar en fuente de vida: “Sus heridas nos han curado”, nos recuerda la proclamación de Pascua.

8. El lugar privilegiado del encuentro con Dios

Desde mi experiencia personal y de acompañante, estoy convencido de que una buena psicología, bien fundada en la visión cristiana del ser humano, ofrece una gran ayuda en el camino de la integración, así como la experiencia del amor incondicional y gratuito de Dios hace posible la transformación de nuestras heridas.

En el encuentro con él nuestra mirada se encuentra con la suya que nos libera de la preocupación de cómo nos ven los demás, de qué pueden pensar de nosotros, de cómo nos juzgan, y de nuestra propia mirada que a veces puede ser más severa que la de los demás. Es él quien, en privado, nos enseña todas las cosas (cfr. Mc 4,34): a coger lo esencial, el verdadero bien, el que da la vida, y a relativizar muchas cosas que creemos que son importantes, pero no lo son.

Iluminados y guiados por su Palabra, nuestras heridas son transformadas en un lugar de solidaridad con los demás, porque el encuentro con el Señor nos hace más humildes y humanos, más sensibles y atentos, más libres de nuestras necesidades para satisfacer las necesidades de los demás. Ya no sentimos la necesidad de defendernos de las amenazas reales o imaginarias, que ya no es necesario imponernos, vencer y humillar a los otros para demostrar nuestra valía. La necesidad de ser reconocidos y amados, satisfecha en el encuentro con el Señor, ya no es el motor central de nuestra vida.

Además, nuestras heridas cuando están integradas pueden convertirse en la fuente de nuestro carisma personal. Brota de ellas una energía que nos permite abrirnos, empatizar, solidarizarnos, poder ayudar y amar a los hermanos que también están lesionados y, sobre todo, a aquellos que sufren nuestras mismas heridas y que todavía no las han integrado.

De esta manera la herida, sin dejar de ser tal, ha perdido su carga destructiva para ser una fuente de vida y bendición para el usuario y para los destinatarios del carisma que emana de dicha herida.

La experiencia de san Pablo es el paradigma de la transformación de nuestras heridas en el lugar privilegiado de encuentro con el Señor “Tres veces he rogado al Señor, que lo quite de mí (el aguijón en la carne). Me dijo: “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza’... cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 8-10).

Esta es una buena noticia: por la fuerza de Dios en nuestra debilidad y limitación podemos vivir nuestra vocación en la coherencia y la fidelidad como testigos de la misericordia de Dios.

9. Los signos de un camino de integración y curación

Cuando entras en un proceso de integración de nuestras heridas, necesariamente aparecen algunos signos. Entre ellos, me gustaría enumerar los siguientes:

1. Una comprensión más realista y más grata de nuestra historia.

2. Una mayor humildad para reconocer nuestras limitaciones y errores.

3. Una mayor capacidad de separar lo que es mío de lo que es del otro.

4. Saber distinguir lo que se refiere a la situación actual de aquello que arrastramos de nuestro pasado.

5. Una mayor libertad interior.

6. Menos actitudes defensivas y compensatorias.

7. Un mayor control de nuestras reacciones emocionales y compulsivas.

8. Una mayor comprensión y compasión hacia los demás.

9. Relaciones más pacíficas, respetuosas y de servicio.

10. Confiar en la misericordia y el amor gratuito de Dios.

Que el Señor nos conceda la gracia de andar este camino de la integración de nuestras heridas para vivir reconciliados con los demás.
Mayo de 2013
P. Siro Stocchetti